domingo, enero 22, 2006

Una queja justa

Queridísima suegra:

Le escribo esta misiva para quejarme del infausto proceder de su hija, mi señora a la sazón.

No hay derecho a que una persona de mi importancia y transcendentalidad sea sometida a las torturas físicas y metafísicas que su hija -mi señora a la sazón- me inflige a diario. He pensado en entregarla a las autoridades competentes para que tomen las medias punitivas adecuadas y le den el escarmiento que se merece, pero como soy hombre de bien, me retraigo, me retraigo y me rellevo.

Eso sí, estoy pensando seriamente en devolverle a su hija -mi señora a la sazón- si esto sigue perpetuándose.

Se dan casos como que, estando yo sumido en importantísima y trascendental actividad, una de éstas en las que veo oscurecer y clarear, su hija -mi señora a la sazón- se acerca con una taza de café -calentito, recién hecho, humeante, con leche templada- y lo pone en mi mesa, entre mis papeles de importancia capital, al lado del teclado y al alcance de mi mano. Tamaña ingerencia me saca de quicio, y recurriría a la violencia doméstica si no fuera yo un hombre tan educado y tan importante. Pero no queda la cosa ahí, porque su hija -mi señora a la sazón- lleva el colmo de su malevolencia a depositar en mi nuca cansada un beso aleteante cual mariposa y redondo como el mundo (¿se cree a caso que soy Atlas?), provocando un refrescante hormigueo que me aleja por breves momentos de los entresijos de mi importante importancia.

Y no descansa. A media mañana se vuelve más cruel y me acerca a la boca una tostadita de pan de chapata con una fina loncha de lomo zamorano, humedecida con una gota de aceite templado. Una distracción imperdonable para mi espíritu trascendente, agravada por la copa de tinto crianza de Toro que pone en mi mano, haciéndome soltar el plástico para tomar el vidrio, lo que me obliga a apartar, durante unos breves pero importantes segundos, mis ojos de la pantalla.

En ese momento la asaetearía con mis dardos verde-grisáceos, pero mis párpados están entornados, paladeando.

Se toma un descanso hasta el mediodía, pero cuando mas ensimismado estoy en mis enmimismamientos, ella, su hija –mi señora a la sazón- vuelve a la carga. De repente un tenue olor a carne de ternera gallega guisada -con un chorro de vino tinto sobre lecho de cebollas cortadas muy fino y pochadas a fuego lento- llega a mis pituitarias y, a continuación, me veo arrastrado a una mesa con mantel blanco, un ramo de flores y una ensalada de endibias ligeramente saladas, con un aliño de aceite virgen extra de Córdoba y limones murcianos. Todo esto me pone al borde de la desesperación. ¡Qué dureza! ¡Qué crueldad!

Y, por si fura poco, tiene la osadía de interrumpir mi dolorida importancia acercándome un analgésico -diluido en agua fresca y agitado con esmero- o regalándome relajantes masajes.

Todo esto, mi estimada suegra, está poniendo mi resistencia al límite, y estoy pensando muy seriamente en devolverle a su hija, mi señora a la sazón.

No creo que pueda aguantar mucho más. Un siglo o dos, quizás tres, pero no más.

Siempre a sus pies.

El Manu.

1 Comments:

Blogger Excalibor said...

¡La verdad es que así no hay manera!

:-)

Protestón... ;-)

Un abrazo

1/23/2006 12:52:00 p. m.  

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